HISTORIA DE
LA SAGRADA AURA TIÑOSA Y LA DIVINA
CEIBA
En cierta
ocasión, el cielo y la tierra discutieron, la tierra porfiaba que era mayor y
más poderosa que su hermano el cielo, llegando incluso a reclamar que el mismo
le rindiese homenaje diciéndole: soy, el fundamento del cielo, sin mi te
derrumbarías, no tendría ni hermano en que apoyarse, todo sería humo, nada.
Fabricó todas las formas vivientes, las fijo y las mantengo, yo lo contengo
todo, todo sale de mí, todo vuelve a mí, mi poder no tiene límites, ni pueden
calcularse.
Mis sólidas
riquezas, y la tierra repetía insolente óh solita, "soy solita". Tú
en cambio no tienes cuerpo, eres vacío enteramente. (Y tus bienes pueden
compararse con los míos) ah los bienes de mi hermano son intangibles. (Qué tienes,
di que se puede tocar y pesar en una mano) aires, nubes, luces. Pues
consideren cuanto valgo más que él y baja para hacerme moforibale.
Obba-olorun,
viéndole tan obcecada y presuntuosa no la replicó por desprecio, le hizo un signo
al cielo y este se distanció amenazador, horriblemente sereno.
"Aprende" murmuró el cielo al alejarse a inconmensurable distancia:
"Aprende", que el castigo tarda lo que su preparación.
Las palabras
de los grandes las deshace el viento. Iroko recogió esas palabras y meditó en
silencio, en el silencio de una gran soledad que se hizo en ella al separarse
el cielo de la tierra, porque Iroko (la Ceiba), hundía sus raíces en lo más
profundo de la tierra y sus brazos se entraban hondo del cielo, vivía en la
intimidad del cielo y la tierra.
El gran corazón
de Iroko tembló de espanto al comprender hasta donde, gracias al acuerdo perfecto
que reinaba entre estos hermanos, la existencia había sido tan venturosa, para todas
las criaturas terrestres. El cielo cuidaba a regular las estaciones, con una
solicitud tan paternal que el frío y el calor eran igualmente gratos y
beneficiosos. Ni tormentas ni lluvias torrenciales destructoras, ni sequías
asoladoras habían sembrado jamás la miseria y la desolación entre los hombres.
Se vivía alegremente,
se moría sin dolor; males y quebrantos eran desconocidos. Ni los individuos que
pertenecían a las especies más voraces hubiesen podido adivinar, antes de la
discordia, qué era el hambre. La desgracia no era cosa de este mundo, como tampoco
la rogación al cielo. Y aseguró la tiñosa ó porque nadie.
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